Desfile hacia la amnesia

Dicen que desde que se fue, vinieron las hormigas.
Era una hilera negra que cosía la mirada a la tierra,
una cadena de eslabones vivos que ocultaba sus lacerantes fauces
erosionando el aliento de la fe
que silbaba
entre las cordilleras frágiles de la entereza.

Dibujaban una telaraña densa
que iba engrosando sus patas,
como una tormenta de arena oscura
que borrara perseverante las huellas de su partida.
Cualquier migaja desaparecía, devorada,
como lo era la memoria.

Empezaron colándose por las rendijas de la calma,
y poco a poco,
fueron cubriendo la piel del desvelo, mientras inundaban
del olvido su garganta, que dejó de pronunciar su nombre
para rendirse a una afonía de desierto.

Solo quedaron los huesos de la nostalgia
sembrados por el suelo, y una fotografía, a modo de epitafio,
que había sido arrastrada hasta el fondo del hormiguero.

Extrañamente, permaneció un círculo inmaculado
que parecía repeler las patas del mudo ejército.
Por alguna razón, el lugar donde se despidió era tan blanco
como la cicatriz de una estrella muerta.

Dicen que desde que se fue, vinieron las hormigas.
Hoy, han desaparecido, y en lugar de su rencor,
reina un olor a insecticida
que cubre invisible los mordiscos de la ausencia.

Adentro,
sigue una hormiga instalada,
rumiando feroz sus venas,
infectadas
por un beso de miel homicida, maná
para una plaga que exhumara los demonios del recuerdo.
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